Joe O’Donnell, un marine de 23 años formado en la Escuela de Fotografía del ejército, entró en Japón el día 28 de agosto de 1945. Unos cuántos días antes, el 6 y el 9 de ese mes, dos titanes de uranio cayeron sobre Hiroshima y Nagasaki, asesinando a miles de personas, mutilando a miles de personas, dejando destrozadas las pocas vidas que no perecieron en el acto.
O’Donnell, consciente del momento histórico que vivía cargó con dos cámaras, una para las fotografías encargadas por el ejército y otra para él. La idea era reflejar el paisaje de destrucción que su propia nación había provocado, divisar las secuelas, la vida después de un cataclismo nuclear, las emociones; todo. La situación repulsó tanto al fotógrafo que, al regresar, guardó su carrete. Tuvieron que pasar 50 años para que sacara a la luz el material.
Los documentos mostraban qué sólo se queda el ser humano cuando vive rodeado de ruinas. Escuelas carbonizadas, parajes de cascotes y, sobre todo, un niño. Una de las imágenes que captó Joe O’Donnell estremeció al mundo entero. Aparecía un niño erguidísimo, cuadrado como un militar descalzo. A la espalda cargaba su hermana (o a su hermano), anudada con tiras de tela.
El fotógrafo acostumbraba a ver chiquillos jugando con sus hermanos pequeños por la calle, pero había algo distinto en estos dos. La niña tenía la cabeza caída. Unos hombres con máscaras blancas se aproximaron y desliaron las cuerdas que servían de asiento a la pequeña. Estaba muerta. Tomaron el cuerpo por los pies y las manos y lo depositaron en el fuego. O’Donnell contó que el niño se quedó rígido mientras observaba las llamas: “Se estaba mordiendo el labio inferior con tanta fuerza que brillaba la sangre. La llama ardía bajo el sol. El chico se dio la vuelta y caminó silenciosamente lejos”. Después de la guerra, como refleja la película La tumba de las luciérnagas, muchos niños murieron de inanición.