Actualizado el Monday, 14 February, 2022
Somos más libre que nunca para poder elegir pero, curiosamente, al igual que ocurre con la democracia, el hecho de poder elegir no significa que sepamos hacerlo.
Cuando dos enamorados se miran a los ojos y se dicen un «te quiero» dan por hecho que comparten idéntico deseo y también vínculos diferenciados frente a los demás. El uso de las palabras «te quiero» presupone la existencia de un vínculo social en la que hay protocolos, símbolos, respeto recíproco, deseo y alianzas mutuas derivadas del afecto y las relaciones sexuales. En cierto modo, impera la ley social basada en un vínculo de confianza mutua y no en el poder de uno sobre el otro. El vínculo del amor.
Cuando estamos solteros, confiamos en que es mucho más fácil vivir con nosotros mismos de lo que realmente este. Creemos que somos grandes compañeros para la convivencia y que cualquier persona en su sano juicio se alegraría de tenernos a su lado compartiendo el día a día, errores, decisiones o retos; pero nos estimamos por encima de la realidad y eso trae dos problemas: no somos conscientes de nuestros defectos y, en consecuencia, no actuamos sobre ellos.
En la búsqueda de una respuesta hemos encontrado que para el filósofo Alain de Botton si los matrimonios fallan es porque las parejas no se conocen bien a sí mismas. Es decir, no es que no conozcamos al otro, es que ni siquiera nos conocemos a nosotros mismos.
Como institución social de ese amor y ese proyecto de vida compartido nos encontramos el matrimonio. Un vínculo que tradicionalmente para muchas religiones y sociedades era «de por vida».
La historia de la institución matrimonial se difundió por fines económicos y sociales como un acuerdo para ampliar el poder o la influencia de una familia mediante un contrato social. No fue sino hasta hace relativamente muy poco en la historia humana que los hombres y las mujeres hemos podido decidir libremente con quién vivir en pareja, más allá de los presupuestos ideológicos de nuestras familias o las obligaciones económicas y sociales. Ya sea más pobre o más rico, de una religión u otra, de una raza u otra o de un sexo u otro. Aunque, actualmente, no en todos los países del mundo y en todas las comunidades ocurre lo mismo.
Y, por supuesto, el mito del romance ideal y de la media naranja no ayudan demasiado. Nos cuentan que con «quererse» ya es suficiente para afrontar la vida juntos y no es así. Que te guste mucho un Bonsái no significa que se cuide solo. Tendrás que dedicarle mucho tiempo, abonarlo, regarlo, podarlo y, sobre todo, un día a día en el que tus hábitos constantes te lleven que cada vez esté más sano y mejor cuidado.
Quizás el mejor consejo para vivir en pareja sea que convivir es vivir en un constante estado de autocrítica. Es una oportunidad para mejorar al lado del otro; ser mejores para uno mismo y para ese nosotros que estáis construyendo. La mejor pareja en realidad es aquella con la que podemos debatir los acuerdos y donde cualquier discrepancia puede exponerse de manera racional y empática. Ni siquiera hay que llegar a un acuerdo, pero sí establecer una base de amor y respeto.
Es un viaje de autoconocimiento (evitando el efecto Dunning-Kruger) al lado de una persona que también está viviendo un proceso paralelo al nuestro y que nos ayuda a afrontar nuestros retos y temores sabiendo que también la apoyamos en los suyos.
Recuerda:
Si no nos queremos tal y como somos, no respetaremos a quien sí nos quiera.
Si no sabemos lo que queremos, seguramente culparemos al otro de nuestra frustración.
Si no nos respetamos a nosotros mismos, despreciaremos a todo aquel que esté a nuestro lado.